Debe haber alguna extraña relación entre escritura y cocina. Pero la cocina como espacio, no como quehacer, pues está comprobado que la creación está definitivamente reñida con tareas tan prosaicas. De hecho, mis mejores amigos me han confesado su absoluta inutilidad, e incluso terror, ante la furia de los pucheros.
A la redacción de unas líneas serias y aburridas invariablemente le sucede un paseo por ese territorio enemigo, significativamente el más pequeño de mi apartamento. Mis ideas, que para eso son mías, son como yo. En cuanto la confitura de pimientos al queso blanco está lista para encontrarse con mi paladar, unos ojos inmensos y suplicantes paralizan la escena. La idea implora su parte de placer, que seguidamente me arrebata. Tampoco ellas pueden resistirse a los encantos de la thermomix.
Tras una pausa razonable y sin más excusas que la prolonguen, vuelvo a enfrentarme al ordenador. Intento capturar esa idea dándole forma, pero ha huido. No soporta la monotonía del Times New Roman, ni el corsé del 12, ni la militar alineación de los márgenes. Las sangrías le horrorizan, tanto a la izquierda como a la derecha. Se escurre entre la rectitud de las líneas y emborrona la blancura inmaculada de la hoja. Hay que estrujarla para recluirla en din A-4; en din A-3 se desorienta. No entiende de mayúsculas ni minúsculas, ni de ortografía, ni de edición. Pero sí ha encontrado algo divertido: selecciona “formatear” y, como por arte de magia, desaparece al instante.
A la redacción de unas líneas serias y aburridas invariablemente le sucede un paseo por ese territorio enemigo, significativamente el más pequeño de mi apartamento. Mis ideas, que para eso son mías, son como yo. En cuanto la confitura de pimientos al queso blanco está lista para encontrarse con mi paladar, unos ojos inmensos y suplicantes paralizan la escena. La idea implora su parte de placer, que seguidamente me arrebata. Tampoco ellas pueden resistirse a los encantos de la thermomix.
Tras una pausa razonable y sin más excusas que la prolonguen, vuelvo a enfrentarme al ordenador. Intento capturar esa idea dándole forma, pero ha huido. No soporta la monotonía del Times New Roman, ni el corsé del 12, ni la militar alineación de los márgenes. Las sangrías le horrorizan, tanto a la izquierda como a la derecha. Se escurre entre la rectitud de las líneas y emborrona la blancura inmaculada de la hoja. Hay que estrujarla para recluirla en din A-4; en din A-3 se desorienta. No entiende de mayúsculas ni minúsculas, ni de ortografía, ni de edición. Pero sí ha encontrado algo divertido: selecciona “formatear” y, como por arte de magia, desaparece al instante.